Un día en comunión con el mar (3h de SUP & 2h de snorkel) se completa con una siesta y el paseo, como viene siendo tradicional, a Las Banderas. Donde además de esa exquisita ensalada, me esperaba una experiencia que no olvidaré jamás.
Disfrutar en primera fila, sentada en mi mesa del mejor concierto de Bossa Nova en la ciudad. El atarder, el sonido del mar, esos acordes brasileiros que de tanta calma, alegría y amor, me llenan el alma. Ser mimada por la gente del restaurante, que no sólo me atienden con el servicio más cordial, sino que se sientan a mi alrededor, a preguntar - de verdad - qué tal he pasado el día.
Le echo de menos, pero no me siento sola con tanto cariño y generosidad. Las amigas jóvenes de a mi lado comentan sus ligues, dramas y demás, mientras yo ironizo acerca de mi propia realidad, la noche cae, el concierto acaba y empezamos a hablar. De lo mucho que siento la música y de cómo se lee en mis ojos, cuando la percusión no para de sonar.
Se hacen las doce y toca (alumbrada por una pantalla de iPhone) regresar al hotel en soledad. Bajo un cielo estrellado, de brillos de purpurina sobre el azabache celestial. No hay nada como la luna nueva, en un entorno natural como el de esta mágica isla. Cambiaría el billete, pero para quedarme años a vivir a esta otra velocidad, que encuentro mucho más sincronizada con mi biorritmo natural.
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