También conocida como 'La Playa del Frappé', donde hacía parada, reponía líquidos y fuerzas, para continuar mi caminata 'del día'.
Pequeña, pedregosa, escondida. Con un chiringuito familiar frecuentado por locales. Sin música ni mobiliario pseudocool. Tumbonas a la antigua, caracolas de cenicero, la pesca del día servida al grill. Sin vino, con retsina. Sin menú, con amor.
Allí descubres la hospitalidad griega en su más pura esencia, con ese hombretón moreno correteando con platos de pescado crudo. No los sabe pronunciar en inglés, qué más dará. Una imagen vale más que mal palabras - allá donde vas. Una sonrisa es universal y la sandía 'on the house' nunca supo mejor.
Mis días allí quedan ya atrás pero, si algo perdura, es el deseo de experimentar cada sitio al que vaya con la misma autenticidad. Observando locales en su hábitat natural, camuflada entre ellos de manera temporal, siguiendo sus reglas, sin intentarlas cambiar. Para terminar con una nueva historia que contar. Sin libros ni guías, tan sólo mi propia experiencia detrás. Perlas así sólo aparecen de repente en el camino de quien se aventura lentamente, paseando por el arcén de una nueva realidad.
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