Things taste better when shared.
Enrique habla, rara vez opina. A mí, me pone nerviosa, cuando la gente cuenta cosas pero termina no diciendo nada. Me siento a gusto con quien es capaz de expresar lo que siente con claridad, con quien tiene opiniones acerca de todo, estén o no alineadas con las mías - sus razones tendrá, igual que las tengo yo. Supongo que al juntarnos la cosa se equilibra y componemos una persona flexible pero con opinión propia.
Me recomienda artículos interesantísimos que no recuerda en detalle. Yo termino leyendo mientras como, aún a riesgo de indigestión. Pues soy lo suficientemente insegura como para considerarme una hipocondríaca amorosa en toda regla, que compara cada detalle de mi existencia con los aspectos expuestos en la mencionada referencia y se aterroriza creyendo escuchar el tic tac que inexorablemente me acerca al final de la felicidad.
No es cuestión de gafas, ni de tintes o maquillaje - cosas que no puedo (ni quiero) mantener, que no son parte de mí esencia y que, simplemente me complicarían la existencia. Sino como bien indicaba mi querido panfleto sociata, de aprender a quererme como soy. Quererte es la clave para querer. Lo cual encierra la clave para que dure.
Me gusta la serotonina a litros que me dejan mis corridas. Me hacen sentir mejor. Y de alguna manera, quererme más. Me gusta correr por las mañanas. Ayer salí de la oficina a las 19 - más de 10h después de haber llegado - me lo merecía. Así que, me he levantado y he salido. De 7 a 8. Bajo el sol que desgraciadamente ya no brilla (no porque no haya luz, que dura hasta pasadas las 12, sino por la lluvia que ha vuelto... Al abandonar mis suegros la ciudad). Feliz. No sé, adoro esos ratos en los que me siento plena. Dando vueltas por mi barrio, viendo el trasiego del comienzo de la mañana, sonrío al entrar en el portal, al pensar en nuestras pequeñas rutinas. Supongo que simplemente, representan la simplicidad, la tranquilidad y la alegría que faltó en tiempos pasados. Supongo que por eso, tengo tanto miedo a perderlas. A perderle a él. A perder mi trabajo. A caer enferma. A volver a esa retahíla de problemas infundados que reinaba bajo el mandato paterno.
Cuando no tenía nada, mi mundo cambió de repente. Parece que me haya tocado el sueldo de Nescafé. Aunque como buena perdedora, es difícil asumir que realmente sea para toda la vida, no puedas evitar temer que el sueño termine. Que termine. Que despierte, como acostumbro, empapada en sudor y pesadillas, en una realidad donde él no me mira somnoliento. Donde queda nada por lo que sonreír.
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