Karasumori, salida sur de Shimbashi. A través de la que corro cada mañana para ir a trabajar.
Desemboca en una pintoresca calle plagada de izakayas, salones de masaje y algún que otro bar de chicas. También hay un pachinko - recreativo japonés, en el que un grupo de salaryman siempre anda haciendo cola, esperando a que abran. Tal espectáculo me aguarda algunas mañanas, en los días alternos en los que Nakajima-san viene a casa y nos enseña japonés.
Me gusta ver cómo despiertan el restaurante de ramen, donde los cocineros machacan el cerdo a martillazos, para que quede más jugoso el caldo. A veces, fuman en la gran puerta que se abre a la calle. Otras, matan el tiempo de cocción echando algo de comer a las palomas. Ellos, continúan con su trabajo, mientras yo me dirijo al mío. Las horas pasan, hasta que llega el momento de comer. Todavía, la mitad de los sitios andan cerrados, a la espera de la hora bruja.
Porque cuando el reloj roza las 18:00, el sol desaparece, las rojas linternas de papel se iluminan y los portafolios se desplazan en manada. Aliviar stress con un 飲み会, en otras palabras una barra libre de dos horas, con algo de picar. A veces, me da pena. Lo de ver a las niñas vestidas de colegialas, tratando de atraer clientes, a los hombres anuncio berreando para que entres a cenar y a tí misma, yendo a casa por el mismo camino por el que viniste, unas 10h atrás. Otras me consuela, ver que todos volvemos de trabajar. Porque no hay nada mejor, que sentirte parte activa de la sociedad. En los tiempos que corren, doy muchas gracias cada mañana, por tener un trabajo tan genial, que me permite vivir y aprender cada día, un poco más.
Cenando sola en casa, mientras Enrique está por llegar, me pregunta mi mamá si algún día conseguiré hablar. Estoy segura de que eso, por difícil que parezca, es bastante más fácil que destripar los entresijos de esta exótica realidad.
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