Cuando estaba en NY tenía la sensación de vivir dentro de un estudio porque todo era... Como en las películas. La forma de hablar, de moverse, de vestir, el ajetreo de los coches, los semáforos, los cruces de calles o el amarillo canario de taxis y buses de escuela.
No necesitaba mi música, quería bañarme en esa realidad ficticia con todos mis sentidos. Es muy intenso todo lo que estás viviendo, me decía Stina, cada día al volver a casa. No me lo parecía tanto, al menos cuando estaba allí, capturándolo con mi objetivo recién estrenado.
Ahora, al volver a la montonía oscura, a la frialdad del clima y la gente, al aburrimiento del trabajo, me doy cuenta de que estaba en lo cierto. Verdaderamente era intenso, un orgasmo sensorial que sólo experimentas cuando te sumes en un mundo tan alejado del cotidiano.
A veces, me siento segura en esta sociedad. Supongo que me he acostumbrado a sus restricciones, sus normas y las frustraciones que de ellas se derivan. Sin embargo, en días como hoy, cuando todo esto me abofetea en la cara y destruye de un soplido el delicado castillo de naipes que sujeta mi equilibrio físico y emocional, no puedo evitar venirme abajo.
Mis pastillas están a punto de agotarse. Ayer me dirigí, con la pegatina que me dijeron que guardara, a la farmacia: No te podemos ayudar, necesitamos la receta. Hoy, he vuelto con la receta: No te podemos ayudar, esta receta sólo especifica que te debemos suministrar un tarro. Intentas dialogar con ellos, razonar, explicar que las tuyas son, como las pastillas de la tensión, que se toman de por vida.
Te dan la razón, te dicen que es una medicina muy común, que muchísima gente la toma, pero... Como les falta el papel te contestan con la sonrisa típica sueca (sí... Ésa que a todo visitante le resulta taaan amable, que aparentemente deriva de una extrema amabilidad y alegría por ayudar, cuando en el fondo no es más que no asumir responsabilidades y escurrir el bulto instead) que sienten no poder ayudarte. Terminas en urgencias del ambulatorio que está en el centro comercial, junto a la oficina. Explicándole al médico de turno que te fuiste a la privada porque la cola en la pública era demasiado larga y tú... Estabas harta de sufrir en silencio.
Te manda a la mierda. A tí y a tu diagnóstico del medicucho privado - vaya usted a saber dónde consiguió el título. Desmoralizada, sollozando, te sientas en el sofá de la sala de espera y, para calmarte antes de volver al tajo, llamas al otro lado del continente. A ver si por el sur, junto al rayo de sol, brilla también un rayo de esperanza. Allí está ella, para salvarte. De una forma u otra, demuestra que lo necesitas, demuestra que lo necesitas ya. Consigue la documentación necesaria, pues hay quien asume la opinión de otro profesional como válida y arregla el problema. De un plumazo. Casi instantáneamente.
Tus lágrimas se congelan. Sonríes de nuevo. Respiras tranquila y sabes, que hoy dormirás en paz. Problema resuelto y gracias, mamá. Nunca sabrás lo duro que es luchar aquí indefensa, pero tampoco lo que reconforta el saber que siempre estás ahí, esperando al otro lado del teléfono, dispuesta a ayudarme con lo que te pida.
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