Todavía recuerdo el primer Cable Car que ví funcionar, aquella noche en Lombard Street.
Le comenté a Rune, el miedo que me daba eso de montar de pie, en el exterior, al modo basurero español. Supongo que nunca llegué a adaptar mi reloj biológico, que me sentía atontada todo el tiempo o que simplemente, el brutal incidente del TukTuk - cuando una moto en marcha me arrancó mi pequeño bolso del regazo, con mi iPhone, mi guía y TODAS nuestras fotos, en nuestra última noche en Bangkok - me dejó lo suficientemente traumatizada como para no querer más.
Sin embargo, era una ocasión especial. El extraño viernes del Tsunami, en el que me desperté de madrugada con el email espeluznante de mamá - "parece que se espera, algo de ola gigante, por California" - que me pasé paseando por las playas que nadie debería pisar, pensando en lo afortunada que me hace sentir un día soleado, en lo triste del Tsunami/catástrofe nuclear y dando mi último paseo, alrededor de esta maravillosa ciudad.
Fuí a comer a un restaurante Thai. Donde la camarera portaba el traje tradicional y los decorados eran tan cutremente auténticos como en su Thailandia natal. Ya sabes. Estatuas de madera, flores de plástico y cascada artificial. La comida era excelente, pero el reloj avanzaba sin parar. Se hizo la 1. A las 16, venía el supershuttle a buscarnos al hotel. Así que estando en la otra punta, no había tiempo que malgastar. Suerte la mía, que un local se sentó a mi lado a masticar - Una de lo de siempre.
Esta es la mía, pensé y le pregunté cómo volver a Fisherman's Wharf. A quien no conduce, es más complicado guiar. Pero aún así, consiguió darme la clave del éxito (38 + Cable Car).
Tras un ride bastante interesante, a lo largo de Geary - de oeste a este de la ciudad - llegué a aquella cola infernal:
- Es este el Powell-Hyde?
- No, esto es el i-Pad
- :S
Así, que seguí calle arriba hasta Union Square, en busca de la parada del Cable Car. Vino, pero a petar. La única opción fue saltar y agarrarme fuerte a lo primero que encontré. El miedo pasado terminó convirtiéndose en el broche ideal. Hablar con la gente, sonreír al sentir el viento en la cara y contemplar el mar, que se inunda la bahía que se abre ante tu campo visual.
Mira que contenta!
Como con todo… Merece la pena arriesgar, dejar atrás los miedos y apostar, por eso tan bueno que siempre, está por llegar.
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