Tras muchos años esperándolo, conseguí reservar unas vacaciones a Formentera, donde habían rodado aquella película que tanto me impactó, hace unos 10 años. Pero desgraciadamente, Enrique tuvo que cancelar su plan por obligaciones laborales, así que me fuí yo sola, un poco como Lucía, para tratar de estar más aquí que allí.
A menudo, me sentaba en las mesas del lounge y pensaba en cómo explicarle lo bonita que era la puesta de sol desde allí. Supongo que la golden hour no tiene traducción a ningún idioma, se vive pero es imposible contarla. De ahí, mi sentimiento de victoria cuando, un año después lo tenía ahí, frente a mí, temblando de euforia al ver esa loncha de queso de cabra bajo el sol del atardecer.
Supongo que la vida, es un poco como las vacaciones. Puedes ir tú solo y será interesante, enriquecedor en muchos sentidos, pero nunca comparable a lo que se siente cuando las compartes con alguien que quieres de verdad. Sin dejarme llevar por la melancolía, me doy cuenta de que el vacío de mis verdaderos amigos (y familiares con los que me relaciono) es algo que acarrearé de por vida, hasta que las circunstancias nos permitan vernos algo más que un par de veces al año.
Hay quien me tiene por fuerte, pero también tengo un límite. Trato de adaptarme, pero en el fondo resuena esa voz que me recuerda que soy muy diferente; ésa misma que se siente tan cómoda, comprendida y querida, cuando os tengo cerca. Trato de ignorarla, pero es inútil. No puedo evitar la melancolía, ni echarles de menos, pues hemos crecido juntos y de alguna forma, somos parte los unos de los otros.
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